LA PLAYA DEL PUERTO DE PUCALLPA
Encontrar la playa extendiéndose hasta más de medio
río, fue impresionante, a diferencia del año pasado que la tierra sedimentada
de playa sólo tenía un margen de aproximadamente treinta metros hacia el cauce
del río principal; donde se cortaba verticalmente en un barranco de arena de
unos tres metros de altura, por donde descendía la gente al puerto improvisado
en una serie de graderías a lo largo de la orilla, que amenazaban con
desmoronarse, peligrando con resbalarse y caer hacia las aguas del río Ucayali.
Desde la vereda de la plaza del Reloj Público, se
observa un hermoso paisaje en un ángulo de 180°, abarcando desde el curso río
arriba hasta donde se pierde el curso del río aguas abajo en el horizonte que
el perfil del bosque es una línea negra que se une a las nubes en la distancia.
En este amplio panorama, puedo distinguir una columna de densas nubes hacia el
Sur Este, del cual se desprende un blanco tul de lluvia cayendo hacia algún
lugar de la zona del río Pachitea. Girando unos grados hacia la izquierda, en
el mismo cielo, un cúmulo de nubes negras como por arte de magia, similar a un
telón de color plomizo, cae hacia el perfil del bosque de ceticos y cañabravas
de la isla, frente al puerto, denotando también la caída de otra lluvia allende
la lejanía, por algún sector del Abujao y el Tamaya. Hacia el Utuquinía y
Contamana, por el Norte, un cielo azul con jaspes de nubes blanquecinas y rayos
de sol que se filtran débilmente, le da un toque de diferencia y ese color que rompe
la monotonía del paisaje.
Bajando un poco la vista en la misma dirección, destacan
las amarillas grúas del puerto privado del grupo Romero y, junto a ella, una
variopinta de barcazas y embarcaciones de carga y pasajeros diminutos a la
distancia, pero de diferente tamaño, según sus dimensiones. Acercando más la
vista y girando un poco hacia la izquierda, una fila de árboles sobre un murete
pintado de ondas de azul y blanco simulando el rio y el cielo se extiende por
el filo de la orilla natural del río Ucayali, es decir el barranco que fue
muchos años atrás, en los primero días de la naciente Pucallpa; esta fila de
árboles se va agrandando conforme el iris se acerca al rabillo del ojo y éste a
la vez choca literalmente con la torre del Reloj Público que sube hasta tocar
el cielo donde a la vez se pierde entre las borrascas de nubes que el atardecer
va despidiéndose entre un celaje que se confunde con las alas de la noche que
se acerca implacable.
Desde mi ubicación, la nostalgia toca mi corazón con
mil recuerdos y mi vista nuevamente otea el Sur, hacia el espejo de aguas del
río que resplandece entre las luces del atardecer y el reverbero de las
agitadas aguas que sobresalen en la cresta de las olas que bajan arrastrando
restos de hojas secas que el viento levanta de las chacras que labran los
agricultores preparando el terreno para los maizales, sandiales y hortalizas
que sembraron con la vaciante del río, en las playas y restingas. Ver los
botes, unos llegando al improvisado y tradicional puerto de Pucallpa y otros
zarpando río arriba a un destino no conocido, sensibiliza los sentimientos
evocando mis tiempos nautinos, cuando viajaba al Abujao, a Masisea, a Iparía,
en mis tiempos juveniles.
Mirando el paisaje ribereño de la ciudad o evocando
tiempos idos, me incita a bajar de la vereda del Reloj Público y me encamino
hacia la playa que hace de puerto y en un acto de sorpresa me veo como si
estuviese en medio río en aquellos tiempos de invierno, ¡Qué increíble!
Viéndome como que sí estaría flotando en las bravas aguas
del majestuoso Ucayali, sujeto sobre algún trozo o resto de árbol, o como también a
punto de ahogarme en la inmensidad de las temibles aguas bravas salpicando por
doquier, arrastrándome a las fauces de alguna barcaza o chata para devorarme, cuya proa brama
espumeante con el estallido de las aguas que bajan veloces y retadoras sin
importar sus destino, sino discurriendo cual hoja al viento, sin rumbo, en la
amplitud del sinuoso río, mudo testigo del atardecer que muere en la nada de un
día cualquiera que sucumbe con la llegada de la noche que lo va cubriendo todo.
Más de la nada, despierto de mi ensimismamiento cuando mis pasos me llevan
hacia una zanja, cual riachuelo u hondonada de las cordilleras, por donde
corren las aguas servidas de la ciudad atravezada ppor pedazos de palos redondos
que hacen de endebles puentecillos por donde pasan apurados estibadores y
vendedores ambulantes, exponiendo su integridad física por no dar la vuelta por
tierra firme. A lo largo del riachuelo, que riega el suelo adyacente, observo
que crecen verdes y frescas diversas hierbecillas, entre ellos las de hojas redondas, parecidas al aguaymanto, y la cortadera, a
las que me inclino y toco suavemente con mis manos como queriendo compenetrarme
con la naturaleza inusual que surge en esta temporada, para sentir
la textura áspera de sus hojas, cuyos bordes se muestran filudas, que en el
campo tierra adentro son más lozanas y fuertes y cortan la piel desprotegida de
quienes la atraviesan, sean apurados o desprevenidos. Al tocar aquellas hojas
aciculares y ovadas, me recuerda a aquellas manos que cierta vez tomé entre las
mías, cuando tiernamente ella me las sujetaba, o cuando cierta vez las cosas
salieron de control por algún motivo que hasta hoy me duele en el alma. Pero
así es la vida, como las hojas, áspera y lisa.
Despertando de esta evocación de sentimientos y
recuerdos, abandono el puerto y asciendo las graderías de una improvisada
escalinata que da hacia la plazoleta del Reloj Público, al cual me acerco y
miro su imponente torre que en otros tiempos era señuelo de los viajeros, que
la distinguían de lejos, seas aguas arriba o aguas abajo del río Ucayali,
cuando Pucallpa era una ciudad pequeña, pasando por delante de ella internándome
en las bullangueras calles, perdiéndome en la ciudad donde la inspiración muere
frente a pasos aligerados entre el gentío de ambulantes, comerciantes
invadiendo las veredas y un tráfico de los mil diablos entre motocarros y
microbuses disputándose los últimos pasajeros, que retornan presurosos a sus casas,
allá en los asentamientos humanos e invasiones diseminados en la vasta
metrópoli pucallpina, antes que sea más tarde y eviten ser víctimas de los
marcas y la inseguridad ciudadana que campea impune e inmune en las narices de
policías y funcionarios de seguridad ciudadana.