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miércoles, 19 de junio de 2024

LA PLAYA DEL PUERTO DE PUCALLPA

 

LA PLAYA DEL PUERTO DE PUCALLPA

Encontrar la playa extendiéndose hasta más de medio río, fue impresionante, a diferencia del año pasado que la tierra sedimentada de playa sólo tenía un margen de aproximadamente treinta metros hacia el cauce del río principal; donde se cortaba verticalmente en un barranco de arena de unos tres metros de altura, por donde descendía la gente al puerto improvisado en una serie de graderías a lo largo de la orilla, que amenazaban con desmoronarse, peligrando con resbalarse y caer hacia las aguas del río Ucayali.




Desde la vereda de la plaza del Reloj Público, se observa un hermoso paisaje en un ángulo de 180°, abarcando desde el curso río arriba hasta donde se pierde el curso del río aguas abajo en el horizonte que el perfil del bosque es una línea negra que se une a las nubes en la distancia. En este amplio panorama, puedo distinguir una columna de densas nubes hacia el Sur Este, del cual se desprende un blanco tul de lluvia cayendo hacia algún lugar de la zona del río Pachitea. Girando unos grados hacia la izquierda, en el mismo cielo, un cúmulo de nubes negras como por arte de magia, similar a un telón de color plomizo, cae hacia el perfil del bosque de ceticos y cañabravas de la isla, frente al puerto, denotando también la caída de otra lluvia allende la lejanía, por algún sector del Abujao y el Tamaya. Hacia el Utuquinía y Contamana, por el Norte, un cielo azul con jaspes de nubes blanquecinas y rayos de sol que se filtran débilmente, le da un toque de diferencia y ese color que rompe la monotonía del paisaje.




Bajando un poco la vista en la misma dirección, destacan las amarillas grúas del puerto privado del grupo Romero y, junto a ella, una variopinta de barcazas y embarcaciones de carga y pasajeros diminutos a la distancia, pero de diferente tamaño, según sus dimensiones. Acercando más la vista y girando un poco hacia la izquierda, una fila de árboles sobre un murete pintado de ondas de azul y blanco simulando el rio y el cielo se extiende por el filo de la orilla natural del río Ucayali, es decir el barranco que fue muchos años atrás, en los primero días de la naciente Pucallpa; esta fila de árboles se va agrandando conforme el iris se acerca al rabillo del ojo y éste a la vez choca literalmente con la torre del Reloj Público que sube hasta tocar el cielo donde a la vez se pierde entre las borrascas de nubes que el atardecer va despidiéndose entre un celaje que se confunde con las alas de la noche que se acerca implacable.



Desde mi ubicación, la nostalgia toca mi corazón con mil recuerdos y mi vista nuevamente otea el Sur, hacia el espejo de aguas del río que resplandece entre las luces del atardecer y el reverbero de las agitadas aguas que sobresalen en la cresta de las olas que bajan arrastrando restos de hojas secas que el viento levanta de las chacras que labran los agricultores preparando el terreno para los maizales, sandiales y hortalizas que sembraron con la vaciante del río, en las playas y restingas. Ver los botes, unos llegando al improvisado y tradicional puerto de Pucallpa y otros zarpando río arriba a un destino no conocido, sensibiliza los sentimientos evocando mis tiempos nautinos, cuando viajaba al Abujao, a Masisea, a Iparía, en mis tiempos juveniles.



Mirando el paisaje ribereño de la ciudad o evocando tiempos idos, me incita a bajar de la vereda del Reloj Público y me encamino hacia la playa que hace de puerto y en un acto de sorpresa me veo como si estuviese en medio río en aquellos tiempos de invierno, ¡Qué increíble! Viéndome como que sí estaría flotando en las bravas aguas del majestuoso Ucayali, sujeto sobre algún trozo o resto de árbol, o como también a punto de ahogarme en la inmensidad de las temibles aguas bravas salpicando por doquier, arrastrándome a las fauces de alguna barcaza o chata para devorarme, cuya proa brama espumeante con el estallido de las aguas que bajan veloces y retadoras sin importar sus destino, sino discurriendo cual hoja al viento, sin rumbo, en la amplitud del sinuoso río, mudo testigo del atardecer que muere en la nada de un día cualquiera que sucumbe con la llegada de la noche que lo va cubriendo todo. Más de la nada, despierto de mi ensimismamiento cuando mis pasos me llevan hacia una zanja, cual riachuelo u hondonada de las cordilleras, por donde corren las aguas servidas de la ciudad  atravezada ppor pedazos de palos redondos que hacen de endebles puentecillos por donde pasan apurados estibadores y vendedores ambulantes, exponiendo su integridad física por no dar la vuelta por tierra firme. A lo largo del riachuelo, que riega el suelo adyacente, observo que crecen verdes y frescas diversas hierbecillas, entre ellos las de hojas redondas, parecidas al aguaymanto, y la cortadera, a las que me inclino y toco suavemente con mis manos como queriendo compenetrarme con la naturaleza inusual que surge en esta temporada, para sentir la textura áspera de sus hojas, cuyos bordes se muestran filudas, que en el campo tierra adentro son más lozanas y fuertes y cortan la piel desprotegida de quienes la atraviesan, sean apurados o desprevenidos. Al tocar aquellas hojas aciculares y ovadas, me recuerda a aquellas manos que cierta vez tomé entre las mías, cuando tiernamente ella me las sujetaba, o cuando cierta vez las cosas salieron de control por algún motivo que hasta hoy me duele en el alma. Pero así es la vida, como las hojas, áspera y lisa.



Despertando de esta evocación de sentimientos y recuerdos, abandono el puerto y asciendo las graderías de una improvisada escalinata que da hacia la plazoleta del Reloj Público, al cual me acerco y miro su imponente torre que en otros tiempos era señuelo de los viajeros, que la distinguían de lejos, seas aguas arriba o aguas abajo del río Ucayali, cuando Pucallpa era una ciudad pequeña, pasando por delante de ella internándome en las bullangueras calles, perdiéndome en la ciudad donde la inspiración muere frente a pasos aligerados entre el gentío de ambulantes, comerciantes invadiendo las veredas y un tráfico de los mil diablos entre motocarros y microbuses disputándose los últimos pasajeros, que retornan presurosos a sus casas, allá en los asentamientos humanos e invasiones diseminados en la vasta metrópoli pucallpina, antes que sea más tarde y eviten ser víctimas de los marcas y la inseguridad ciudadana que campea impune e inmune en las narices de policías y funcionarios de seguridad ciudadana.